Llegó septiembre y su llegada coincidió con una actividad muy especial en Venezuela: una marcha. Una marcha diferente a las otras; una muy importante y sumamente hermosa. Más que una marcha, era una toma: la toma de la ciudad donde vivo. No era un evento exclusivo para caraqueños, ¡qué va! A Caracas llegaron personas de distintas partes del interior, motivadas todas por lo mismo: el derecho a manifestar.
Fueron muchos los obstáculos que “sin querer” se presentaron en la vía de aquellos que quisieron asistir a esta actividad. Pero cuando las ganas son grandes, las dificultades se vuelven pequeñas. Poco importó que cerraran calles y túneles: la motivación no entiende de pequeñeces. Tampoco interesó la sensación de claustrofobia que podíamos sentir algunos ese día, o el escaso espacio que existía entre quienes marchábamos, lo que nos dificultaba caminar cómodamente. Mucho menos el sol en la cara, el cansancio en las piernas o el sudor en la frente.
Caracas quedó pequeña. Sí, muy pequeña. Su tamaño no bastó para soportar esa multitud vestida de blanco que ondeaba banderas llenas de estrellas. Más de un millón de personas nos movilizamos para alzar nuestra voz. Una cifra fotografiada, una cifra que se ve reflejada en imágenes impresionantes. Aquella marea de gente se desbordó como agua, inundando ese asfalto lleno de huecos que soportó tantas y tantas pisadas.
Sin embargo, el ambiente que se respiró ese día fue distinto al de otras veces. Evidentemente se repitieron ciertos aspectos: las consignas, los sonidos de los pitos, la creatividad en las pancartas y las gorras tricolor. También la presencia de numerosos abuelos, quienes llenos de años y fe motivaron a muchos otros. Y, por supuesto, el entusiasmo por patear esa calle caliente.
Esta marcha fue diferente… a pesar de su magnitud, terminó en paz. Con esto demostramos que somos un pueblo pacífico y civilizado, lleno de esperanza. Ese día se respiró alegría y una energía hermosa. Ese día engavetamos el miedo, lo dejamos en la casa; y ese sentimiento innato que dicen que es libre y que todos tenemos derecho a sentir, no impidió que miles nos avocáramos a las calles.
Ese primero de septiembre el miedo no nos paralizó ni nos intimidó. Y es que, a pesar de tanto, los venezolanos seguimos creyendo en nosotros mismos y en nuestras convicciones, y ésta es la mejor manera de combatir nuestros temores. Nuestro pueblo no dudó ni un segundo en salir a pintar una ciudad entera con el tricolor de su bandera. Y en ese recorrido dejamos claro que somos un pueblo noble y de paz, cuya voluntad se evidenció en la calle. Un pueblo organizado que exige ser tratado con cariño y respeto, un derecho que nos robaron hace mucho tiempo.
Nuestra voluntad es de acero; nuestro corazón, de oro; y nuestras ganas de vivir mejor no tienen límites. Celebro por Venezuela, por esa tierra bendita que solo merece cosas buenas. Celebro, sobre todo, por los que salimos ese día… y por los que seguiremos saliendo. Celebro por nosotros, los valientes.