Bien sabemos que un apátrida puede definirse como un ser humano que ha perdido su condición de ciudadano en el Estado al que pertenece por nacimiento o por elección. En un artículo de la BBC del año 2014 se publicó un informe que revelaba un dato escalofriante: cada diez minutos nace en nuestro mundo un niño sin nacionalidad. En ese entonces, era considerado un problema que afectaba, por lo menos, a 10 millones de personas en todo el globo.
Ahora bien, ¿qué implicancias tiene ser un apátrida? Básica y sintéticamente podríamos señalar que las personas que se encuentran en dicha situación jurídica no disponen de ningún tipo de protección legal sobre sus derechos y garantías. En otras palabras, son ciudadanos de ningún lado y no disponen de la posibilidad de ampararse bajo el derecho de ninguna jurisprudencia. Sería como estar en el mundo sin estar registrado fehacientemente como sujeto de derecho en ninguna parte. Más allá del esfuerzo de organizaciones internacionales, Naciones Unidas y sus derivados (ANUR, ejemplo), dicho problema subsiste hasta el presente de manera persistente.
Por otra parte, nos encontramos con la realidad de los refugiados, que son quienes deben huir (o son expulsados) de sus Estados de procedencia por varios motivos: guerras civiles, hambrunas, dictaduras, sedición, persecución, etcétera. Si bien en este caso los refugiados que huyen no han perdido (en algunos casos) su ciudadanía, carecen también de un marco legal que ampare su recepción en cualquier otro Estado independiente. La pregunta esencial aquí es la siguiente: ¿qué hace el mundo con estas personas?
Pero, antes de intentar ofrecer un atisbo de respuesta a lo previamente planteado, es preciso que por un instante nos posicionemos en los zapatos de quien debe exiliar. Abandonar la casa que construiste con un esfuerzo de toda la vida, tomar lo que consideras esencial para sobrevivir y colocarlo en una serie de receptáculos que puedan ser cargados con la tracción de tu sangre, dejar atrás el pueblo donde naciste (despedirte de tus padres, amigos, vecinos, compañeros de trabajo), mirar a los ojos a tus hijos y decirles que es hora de partir hacia un lugar desconocido, pero en búsqueda de una seguridad que allí donde resides, es inexistente. Atravesar campos minados, esquivar controles paramilitares, cruzar ríos, navegar en balsas precarias en un mar que no sabe de piedad, pagarle un soborno a un intermediario que promete acercarte a las costas de otro continente, llegar a las inmediaciones de una playa de una tierra prometida y ser interceptado por la guardia costera, ser tratado prácticamente como prisionero, padecer inclemencias de todo tipo y, en muchos casos, ser retornado cual bulto de mercadería en un contenedor a tu infierno natal.
¿No es acaso la literalidad factual de la tragedia de Sísifo cargando su roca hasta la cima de la montaña para retornar a la base de la misma a retomar la odisea inclemente de una existencia que no presenta señal mínima de justicia? Pues nos aventuramos a pensar que la precaria descripción que acabamos de enunciar se queda corta en demasía con lo que realmente les sucede a los refugiados.
La paradoja agónica que presenta nuestro tiempo consiste en la presentación de una interrelación global sin precedentes, a la vez que las naciones se repliegan sobre sí mismas cerrando fronteras y aplicando una serie de restricciones migratorias estrictas que dan como resultado la exclusión de un sinnúmero de seres humanos que, escapando del calvario, reciben acero. Si, como señalaba María Zambrano, el exilio es la pérdida de nuestro punto de partida (lugar inicial, la patria), cuán difícil puede ser retornar a ese no-lugar, borrado de un plumazo desde el momento en que uno decide escapar, convirtiendo en desgarradora la experiencia de un regreso allí donde no hay un “dónde”, pero sí hay quien espera acusando con rencor por haber querido huir. Perder el suelo (nuestro norte), nos posiciona inmediatamente ante el abismo que presenta la pérdida de nuestro “mundo”, entiéndase éste como el espacio que se genera “entre” quienes forman comunidad, como señalaba oportunamente Arendt.
Esta desposesión existencial consiste en una especie de condena a vagar sin poder contar con un lugar para actuar, hablar, pensar, en definitiva, ser. Éste aspecto lo vemos comúnmente reflejado en los relatos de los exiliados que lograron quedarse en otra nación y expresan “allá solía ser”; “allá yo era”; “allá me dedicaba a”. No es que dejó de ser doctor, como lo era allá, es que “acá” su condición es otra, puesto que “acá” se impone la restricción (plenamente burocrática) de empezar de cero. ¿Se comprende el desgarro?
En vistas de lo precedentemente enunciado sólo nos queda pensar en la esperanza un porvenir, en el cual algún día podamos vivir en comunidades que acepten la condición de ese otro del que hemos hablado y abracen las posibilidades de construcción mancomunada de una sociedad realmente plural y justa, en la cual nadie sobra y todos tienen parte en el reparto de las condiciones de posibilidad que hacen a la dignidad de absolutamente todas las personas.