En la presente ocasión, tomaremos como puntapié para la reflexión un breve pasaje de la obra monumental de Hans Georg Gadamer, precisamente en el Volumen II de “Verdad y Método”, en el apartado titulado “La historicidad de la comprensión como principio hermenéutico”, comienza planteando un problema que es crucial: la apertura al sentido que conlleva el “texto” del otro. Es preciso aquí señalar que por “texto” podemos entender no sólo la escritura formal, sino también lo dicho, expresado, por un otro. ¿Por qué plantearse la necesidad de dicha apertura? Pues bien, al parecer los seres humanos cargamos con ideas previas, preconcebidas, de aquello sobre lo cual se nos está hablando.
La misión hermenéutica por excelencia es saber conciliar nuestros prejuicios con aquello que nos es dado como sentido por un otro, mediante la comprensión. Ahora bien, para comprender cabalmente lo que el otro me quiere decir necesito de dos movimientos paralelos: el primero, no puedo negar obstinadamente la opinión del otro. Para lograr comprender un “texto” debo tener esa apertura, que se describe en la necesidad de dejarse decir algo por él. Sin eso, no hay esbozo de entendimiento ni de comprensión alguno. El segundo, y complementario, consiste en articular esa apertura a la posibilidad del sentido expresado por un otro con la clara dilucidación previa de mis opiniones previas, a las cuales no puedo acallar ni considerarlas pretendidamente neutrales. No debemos olvidar, sobre este segundo aspecto, que nuestros prejuicios forman parte de nuestros juicios cotidianos, y la labor hermenéutica lejos de consistir en eliminarlos o autocancelarlos, sino que lo que busca es darles la lucidez necesaria para que podamos incluso hacernos cargo de ellos mismos. Ésto último, que resulta tan agradable a los oídos, puede resultar más difícil de lo que esperamos: poner a juicio nuestros prejuicios, echar luz sobre ellos para descartar aquellos que sean incorrectos (malentendidos) y poder, aunque no sean políticamente correctos, asumirlos y abrazarlos al mismo tiempo que habilitamos un espacio de receptividad al sentido de un otro que no piensa de la misma manera, ¿nada sencillo verdad?
Gadamer, comprendiendo perfectamente el legado heideggeriano, nos dirá que “una comprensión llevada a cabo desde una conciencia metódica intentará no llevara término directamente sus anticipaciones sino más bien hacerlas conscientes para poder controlarlas y ganar así una comprensión correcta desde las cosas mismas”. Ante ello, podríamos decir que el problema que nos atañe precisamente hoy podría ser el siguiente: la facticidad de las cosas no es un problema. Si todo cuanto existe es simplemente construcción del lenguaje por medio de consensos arbitrarios, ¿dónde está la cosa? Tanto a Hedidegger como a Gadamer les interesaba pensar la hermenéutica desde la posibilidad de la comprensión de una facticidad, una referencia a algo (el ente, el ser, la cosa) que nos oriente en la brújula del sentido. Ahora bien, ¿cómo podríamos, en la actualidad, plantearnos un pensamiento que requiera anclaje a realidad alguna, si por doquier se nos indica que la totalidad de lo real es mera construcción linguística?
Es, justamente, el prejuicio totalmente percibido y explícito de negarle cualquier posibilidad de dotación de sentido a “la cosa” el que nos hace sordos ante esa búsqueda de comprensión. Resulta que hemos pasado, desde la Ilustración, de criticar el prejuicio contra todo prejuicio (desvirtuando así la tradición, diría Gadamer) a establecer que ningún prejuicio es válido, o políticamente correcto, si no se adecúa al discurso dominante de lo políticamente correcto, instalando de esta manera una dictadura del sentido que, lejos de ser tan pretendidamente pluralista como dice ser, fomenta a diario ese sentimiento de auto-cancelación del que hablábamos previamente.
La lectura peyorativa misma del concepto “prejuicio” inquieta a Gadamer, y nos advierte convenientemente que es necesario recuperar el sentido y la función del mismo para poder comprender mejor la realidad que nos atraviesa. Y no sólo ello, puesto que con la comprensión sola no alcanza. De lo que se trata de de buscar un buen pensar, un pensar sensato, que se pueda dar en el ámbito de una libertad propicia para el ámbito democrático, el cual, en teoría, podría habilitar los espacios de diálogo respetuoso entre diversas y divergentes tesis y antítesis coexistiendo en una misma sociedad.
“Prejuicio”, nos dice el pensador alemán, “no significa pues en modo alguno juicio falso, sino que está en su concepto el que pueda ser valorado positivamente o negativamente”. Previamente, en su texto precitado, indicó que dicho concepto significa, nada más y nada menos, “un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes”. Ese poner en marcha al juicio de manera anticipada, lejos de ser un inconveniente (como lo plantearon los modernos, y lo llevaron a su máxima expresión los postmodernos), es el puntapié crucial para que nuestros juicios se nutran de criterio. Cancelar dicha anticipación, bajo coacción del mandato de la moda de lo indecible por lo políticamente correcto epocal, lejos de brindarnos una madurez discursiva y reflexiva, nos bloquea primeramente y nos detiene en la tan hermosa tarea de la confección de juicios propios que sirvan, siempre, al diálogo respetuosos entre desiguales.
La tarea de la hermenéutica filosófica en la educación podría ser crucial para atender la precitada problemática. Un alumno que se forma en un ámbito no represivo (ni repetitivo, ni memorístico) a la vez que accede a dichas herramientas metodológicas de la comprensión, podrá tener altas posibilidades de construir conocimientos de manera sensata y de contribuir de manera sustancialmente crítica, positiva y libremente en la comunidad en la que habita. El desafío está planteado.