“No hay documento de civilización que no sea
al mismo tiempo documento de barbarie”
Walter Benjamin
La frase célebre que versa “quien olvida su historia está condenado a repetirla”, atribuida a Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana ha sido citada, utilizada y versada en tantos contextos y por tantos personajes que parece haberse convertido en un cliché. Bien sabemos que la historia de nuestra humanidad cuenta en su haber con numerosísimos genocidios, pero si nos detenemos un instante en el infame Siglo XX los datos son vergonzosos: el genocidio armenio (1915-1923), en el que fueron aniquilados casi dos millones de armenios bajo la responsabilidad del Imperio Otomano; el “Holodomor” o genocidio ucraniano (1932-1933) efectuado por Stalin, supuestamente con la excusa de erradicar los movimientos nacionalistas ucranianos, eliminó de la faz de la tierra a seis millones de personas utilizando entre sus modalidades más crueles, la hambruna; el genocidio de Ruanda (1994) nos dejó un saldo de casi un millón de víctimas fatales y al menos medio millón de violaciones sexuales hacia mujeres; la “Masacre de Srebrenica” (1995) en la ex Yugoslavia en el marco de la Guerra de Bosnia, en la cual se mataron a ocho mil personas de etnias bosnia-musulmanas por parte de los paramilitares denominados “Escorpiones”, quienes actuaron con total impunidad en un territorio declarado previamente como “zona segura” por las Naciones Unidas.
Ahora bien, tras varias Convenciones internacionales se ha considerado particularmente relevante a Auschwitz como referencia para la educación de la memoria posterior, pero ¿por qué el holocausto tiene ese carácter “único”, “singular” o “diferente”? Como diría el espléndido pensador español Manuel Reyes Mate- uno de los pocos filósofos que no tira a Walter Benjamin de los pelos para de-construirlo sino que lo interpreta y nos lo enseña de manera magistral- es necesario explicarlo, puesto que no se trata de sostener que existen víctimas de “primera” categoría y de “segunda”. La educación de-la y en-la memoria debe pretender comprender de qué se trata de un fenómeno que marca un antes y un después en nuestra historia.
El holocausto judío, simbolizado en Auschwitz, es singular porque representó un nefasto proyecto que tenía como núcleo intencional el olvido y entre sus propósitos cruciales se encontraba la pretensión de no dejar nada, ni un solo rastro de lo que el nazismo consideró “el enemigo”: exterminar al pueblo hebreo y la totalidad de su cultura milenaria. En una primera instancia, se debía efectuar el exterminio físico y material bajo la representación fáctica de la cremación y pulverización incluso de los resabios de huesos que suelen quedar (convertir en polvo todo tipo de rastro físico). En una segunda instancia, y a la sombra de las nubes del humo crematorio, complementariamente se pretendió erradicar la significación del pueblo judío y su aporte cultural a la humanidad.
El nazismo se propuso radicalmente el proyecto de una humanidad que continuara su historia “como si” la historia del pueblo precedentemente enunciado no hubiera existido jamás. Semejante atrocidad, nos dirá Reyes, no tiene una única explicación sensata, pero sí deja bastantes lecciones en el camino: ese holocausto fue singular en su perversión pero fue, al mismo tiempo, ejemplar en su significación. Fue la primera vez, al menos que se tenga registro, que se conformó una especie de “laboratorio del mal” en el que aparecen explicadas muchas conductas, mecanismos y respuestas que en otros genocidios aparecen entre intersticios, diluidos o implícitos.
Incluso desde un punto de vista estrictamente jurídico, se tuvo que crear la figura de “crímenes contra la humanidad” para darle nombre y entidad a ésto que nos daba la sensación de no haber no haber acontecido hasta ese momento. Darle nombre, categorizar una atrocidad, es una manera racional de tipificar de alguna manera el “proyecto de olvido” mediante una figura de la jurisprudencia, puesto que hasta ese momento en el derecho penal estudiaban los crímenes individualizados, personales, intransferibles o, en general, los crímenes de guerra. En este caso puntual, la atrocidad no está destinada a una persona, sino a un pueblo completo por parte de un Estado concreto.
En nuestro castellano al concepto “humanidad” podemos entenderla en su significancia desde dos puntos de vista: por un lado significa “especie humana”, y en ese sentido el genocidio judío fue un atentado a la integridad de la especie y por el otro significa también una adjetivación positiva del proceso civilizatorio fruto de “los logros” humanos en relación a conquistas de derechos en pos de la libertad y la dignidad. Todo ello parece haber muerto en Auschwitz y no fue en detrimento solamente de los judíos, sino de la humanidad toda, puesto que perdimos la capacidad de compasión, de memoria en un proceso que al lograr muchos de sus objetivos nos dejó moralmente empobrecidos a todos los mortales y sentó bases y precedentes que aún hoy laten en varias agendas geopolíticas.
Para acercarnos un poco más al objeto del conocimiento que aquí planteamos, es preciso señalar que el holocausto judío se trató de la manifestación explícita, estructurada, organizada, orquestada y ejecutada abiertamente de lo que Hannah Arendt denominó el “mal radical”, cuya única motivación es eliminar de la faz de la tierra todo rasgo humano de los individuos a los que se quiere aniquilar mediante un régimen que anula la espontaneidad de los sujetos para convertirlos en su obrar en simples reactores ante estímulos.
Esa conversión es posible gracias a lo que Arendt llamó “banalidad del mal”, concepto que no fue abrazado amablemente en un comienzo porque al malinterpretarlo, se lo consideró una especie de justificación racional de los crímenes nazis. Para que el mal radical instaure su maquinaria, es preciso el funcional “mal banal”, puesto que el odio como motor no alcanza, no es suficiente para adquirir la cantidad suficientes de adeptos y partidarios. Con este concepto se evidenció que la frontera entre el ciudadano común y el criminal es extremadamente fina, pues de lo contrario ¿cómo se explica que uno de los pueblos más cultos de la historia europea sea capaz de sostener y ejecutar semejante barbarie? Sí, estimados amigos lectores, lo que Arendt nos está diciendo es que en tiempos convulsos la gente común se puede tornar en herramienta servil a un régimen totalitario que mientras deja muertos en el camino, la vida civil continúa “en normalidad”, como si nada estuviese ocurriendo. En nuestros días ésto se hace patente desde el poder burocrático corporativo y sistematizado en el cual no circulan balazos, pero a veces la desatención y la demora de una firma en un papel, se lleva puestas varias vidas.
Justamente, es la proximidad entre “lo normal” y lo “criminal” que acabamos de describir y su permanente promoción por parte de campañas mediáticas, educativas, culturales, políticas y sociales que favorecen todo tipo de beneficio en pos del abandono voluntario del pensar crítico, es lo que Reyes Mate advierte al indicarnos el peligro que representa tornarnos en “una humanidad empobrecida”, perpetuada e instaurada sutilmente incluso posteriormente y por fuera de los límites del campo de concentración de Auschwitz ¿Se entiende, ahora, por qué es tan importante educar desde los parámetros del “deber de memoria”?
El nacimiento de la figura del “deber de memoria” no es una materia optativa en la escuela, sino que se trata de una exigencia de las víctimas, que al sobrevivir a los campos clamaron una solicitud a la humanidad que podría versar: “¡esto no se puede repetir!”. Educar en este marco implica sentar bases para la constitución de una especie de antídoto contra la barbarie, a saber, la memoria como herramienta de redención de los “vencidos” que nos interpela permanentemente a no repetir las calamidades cometidas por quienes supieron sostener prolongadamente el título de “los vencedores”.
En ese sentido, la educación debe estar enfocada en una sociedad que no se construya sobre la vanagloria del victimario sobre sus víctimas, y por ello es crucial la filosofía, desde el punto de vista estrictamente deontológico, puesto que una educación sustentada en la revisión de los valores que llevaron a la barbarie es capaz de sustituir y crear contrapuntos en la práxis política. Un ejemplo de ello es poner en discusión en el ámbito educativo el valor que se le asigna al “progreso” como fuente inagotable que resuelve todo a cualquier precio. Tal vez, una educación íntegra apuntará a generar consciencia sobre el hecho de que las condiciones de vida que tenemos no deben sacrificar de modo alguno la dignidad de nadie ni de la naturaleza en general.
¿No sería fantástico poder educar a nuestros niños y jóvenes bajo la premisa crítica que revise si el progreso está al servicio de la humanidad o si la humanidad está subsumida a él?