El canadiense promedio es un tipo extremadamente educado. Tanto que para un latino resulta hasta insultante y grosero. El «lo siento» y las «gracias» son las palabras que más repiten los habitantes de Canadá. Son personas que viven pegadas a los egoístas estadounidenses pero han desarrollado un amor al prójimo difícil de concebir por el mundo desarrollado y civilizado. En este país los sintecho pueden encontrar casas en las que pasar la noche sin problemas. Las personas sin hogar en Toronto, donde el invierno es tremendamente crudo, son en ocasiones trasladadas a Vancouver, a 5.000 kilómetros de distancia, por ser la ciudad con el clima menos agresivo. En Vancouver muchas de las personas que están en la calle lo están por propia decisión (os invito a ver el documental Streets of Plenty) y sobreviven gracias a las limosnas de los transeúntes y el reciclaje de botellas (a cinco centavos de dólar canadiense por cada recipiente devuelto al supermercado).
En un país como este, en el que lo público y lo privado conviven de una forma inusitadamente pacífica, no es de extrañar que hayan elegido a un primer ministro como Justin Trudeau. El hijo del primer ministro mejor valorado de la historia del país, que ha reconocido haber fumado marihuana (es de lo más normal en el país? y si hablamos de drogas duras, busca algo en Google sobre John Ford, el alcalde de Toronto), que ha practicado el boxeo y que ha ganado unas elecciones con el Partido Liberal cuando hace unos años el partido casi se va al carajo. Trudeau ha abierto las puertas a los refugiados sirios. Más de 25.000 personas son bienvenidas en Canadá; en la Europa moderna los mandamos en barcos a Turquía. Quien quiera hablar de mundo libre tiene que mirar por fuerza a Canadá.