“A unos, los excitaba Ares; a los otros, Atenea, la de los
brillantes ojos, y a entrambos pueblos, el Terror, la
Fuga y la Discordia” (Fobos, Deimos y Enio).
Homero, La Ilíada (Canto IV, verso 440)
En previas ocasiones hemos tenido la oportunidad de reflexionar y mencionar la importancia del concepto de angustia en la filosofía existencial de Martin Heidegger, refiriéndonos particularmente al rol que la misma ocupa en la analítica existenciaria del único ser que se pregunta por su ser. En pocas palabras, se podría decir que la angustia que nos planteaba Heidegger es propiamente “un miedo sin objeto” determinado puesto que es la sensación de completa indeterminación que propicia la vida inauténtica de la masa, que es esa vorágine cotidiana que nos bombardea mediáticamente con un solo fin: propiciar el abandono voluntario del pensar reflexivo.
En primer lugar, es preciso diferenciar la angustia de la fobia, puesto que la figura de Fobos, en la mitología griega, suele confundirse con el concepto filosófico que aquí quisiéramos, someramente, explorar. Pues bien, Fobos es hijo de Ares, representación de la guerra, y Afrodita, la belleza y el deseo, y su personificación suele representar al miedo propio que se infunde mediante el espanto a los soldados que iban al frente de batalla. Su epifanía siempre provocaba la huída despavorida, el horror paralizante ante la explícita contemplación de un peligro casi imposible de evadir. Los romanos, posteriormente, lo representarán bajo el nombre de Timor, vocablo del que procede “temor”, el cual siempre estaba asociado a Deimos, entendido como dolor y/o angustia que trastoca a la psiquis de manera determinante, en conjunto con su “hermana”, Enio, asimilada a la aniquilación propia de las masacres de guerra.
Pues bien amigos, como hemos sostenido una y mil veces, pensar es peligroso y causa angustia. Y pensar-se, de acuerdo a lo precedentemente explicitado, produce generalmente esa angustiosa cercanía a la nada. Y la vecindad a la nada nos provoca esa sensación de vértigo ante el abismo en nuestro ser, porque nos expone a la posibilidad de la dimensión patente de carencia de sentido de “lo dado”, posicionándonos en un no lugar provisorio con y frente a otros, nuestros otros, la entidad que nos cobija a diario.
La característica que hace distinguir a la angustia del miedo es que ella no tiene un motivo único que la provoque, mientras que el segundo dispone de disposiciones, situaciones, objetos y realidades que directamente lo disparan. Por ello el miedo siempre tiene cierta explicación, pero, por el contrario, cuando queremos explicar por qué estamos angustiados no podemos verbalizarlo cabalmente ni demostrarlo empíricamente: es temor de todo y de nada, a la vez. Ahora bien, y tratando de seguir el hilo lógico de la argumentación existencial heideggeriana, esa “sensación”, lejos de ser una condena o un padecimiento estrictamente negativo, es signo claro de que se está transitando por la senda del pensar. Generalmente, las personas que no se angustian por nada, es porque no les importa básicamente nada. La preocupación, y posterior ocupación y cuidado ante la angustia que revela la nada es claro síntoma de estar existiendo auténticamente puesto que tras esa instancia existencial uno puede dilucidar el universo de posibilidades de existir que provee el tener consciencia de ser en el mundo, aunque sea en estado de arrojo, y vivir con dignidad y sentido sabiendo perfectamente que sólo hay una posibilidad que aniquila todas las demás posibilidades: la muerte.
Y Ud. lector, a esta altura se estará preguntando si realmente vale la pena angustiarse por el análisis reflexivo y la búsqueda de sentido de nuestra existencia. Tal vez también estará pensando que hay otros motivos por los cuales uno se angustia, que no tienen nada que ver con los oleajes existenciales y filosóficos precedentemente detallados. Pues sí, es cierto, hay más, siempre hay más, así de compleja y extensa puede ser la existencia cuando uno intenta pensarla. Es indudable que sufrimos, cada cual por lo suyo, porque nos pasan cosas que nos impactan, nos golpean, nos sorprenden y nos deja perplejos: uno no espera jamás la muerte de un hijo, la pérdida del trabajo o la aniquilación de la posibilidad de un amor que pudo ser y no fue, entre tantas cosas. Pues bien, el sufrimiento se encuentra presente patentemente en lo más propio de nuestro transcurrir existencial que se da en un tiempo finito, colmado de posibilidades sublimes y atroces a la vez (éxito y desgracia se turnarán caóticamente, a veces, a destiempo y a contrapelo de nuestros deseos y esfuerzos).
Justamente es Kierkegaard quien nos enseñará que es el mar de posibilidades de existencia del hombre el causante de nuestra angustia, puesto que su inmensidad no se correlaciona con nuestra finitud. Según su caracterización, somos una mezcla entre bestia y ángel ya que coexiste en nosotros lo divino y lo estrictamente mundano, lo cual genera una tensión muy fuerte ya que la infinitud propia como posibilidad se topa con la facticidad de la muerte. Ahora, nuestro encuentro con dicha angustia, lejos de ser un sentimiento corrosivo, es más bien una oportunidad catártica que nos permite imaginar múltiples posibilidades ante la crudeza de una realidad que se muestra como definitiva. Al parecer, según Kierkegaard, el don de la angustia nos entrena para enfrentar con dignidad los embates de una existencia que esconde tras de sí un sinnúmero de potenciales embates desagradables que son posibles, pero aún no reales. Podría decirse que nuestro filósofo danés nos da la pauta de concebir a la angustia como un sentimiento que nos prepara, entrena, y por qué no, nos educa en la finitud misma.
El gran Maestro Eckhart por su parte, nos dirá (desde otra óptica que no es la existencialista del Siglo XX) que sufrimos justamente porque somos “un punto entre el tiempo y la eternidad”. En este caso, la angustia se produce por la sensación limítrofe producida entre sentirse parte de un eco eterno (que con Eckhart se trataría del estar incluidos en la unidad de la divinidad, con lo Uno) y la sensación de futilidad propia de una existencia carente de cualquier atisbo de permanencia. Ahora bien, tanto unos como otros, parados en veredas filosóficas aparentemente distantes, no parecen estar tan en desacuerdo conforme a la postura que podemos tomar frente al mismo hecho angustioso existencial. En este caso, el Maestro nos indicará que el camino es el del desasimiento, a saber, el desapego o desprendimiento del deseo por las cosas intrascendentes mundanas. Quien pretenda seguir esa vía, “no busca la tranquilidad, porque ninguna intranquilidad lo puede perturbar […] Esta actitud no se puede aprender mediante el escape (la huída), es decir, que exteriormente huya de las cosas y vaya al desierto; por el contrario, se deberá aprender a tener un desierto interior dondequiera y con quienquiera que esté”.
Nos quedará pendiente para otra reflexión el tema del desierto y toda su significancia. Por el momento, nos limitaremos a enfocarnos en el aspecto que dicho escenario representa: el pensar, el pensarnos que nos angustia, es siempre una búsqueda de trascendencia. Dicho por uno o por otro, el camino es bastante similar en cuanto al considerar al pensamiento desde la lejanía necesaria que propicia la reflexión, en contraposición al estilo de vida propio del maniquí que se siente en la necesidad de ser mostrado en el anaquel virtual de la notoriedad evanescente a la que nos interpela el panóptico productivo y consumista propio de la vida postmoderna y decadente. El “desierto” nos simboliza la emoción estrictamente subjetiva e intransferible a lo colectivo, puesto que la angustia es justamente algo que se puede vivenciar en la más cabal soledad que nos permite aislarnos del ruido innecesario y nos conecta con lo más privado e íntimo de nosotros mismos: nuestra percepción de los límites propios de la finitud.
Generalmente tratamos de derivar nuestras reflexiones a cuestiones que atienden particularmente a nuestro rol en una comunidad o en una sociedad determinada, cuál podría ser nuestro aporte en cuanto seres pensantes, activamente dispuestos a participar críticamente en aquello que nos aqueja y que requiere de atención de la razón lúcida. Pero como habrán podido apreciar, queridos amigos, lo de hoy va por otro lado. El planteo y la disputa filosófica aquí se da entre uno y uno mismo pensándose a sí mismo como existente con sentido.
Para finalizar, queremos retomar el pensamiento de Kierkegaard, que decide definir a la angustia como “la posibilidad misma de la libertad”. Esa “posibilidad” que habilita la angustia abre la chance de un futuro condicionado no sólo por la facticidad del tiempo y de los hechos, sino también por la intervención de nuestra propia voluntad, mediada por su correspondiente libertad, para tomar las riendas sobre el asunto existencial de nuestro actuar. Por ello siempre es fundamental comprender que la posibilidad de pensarnos (no relatarnos; no retratarnos) es parte crucial del proyecto consistente en asumir que a pesar de la finitud, la muerte, la enfermedad, la desgracia, el fracaso, el temor a la maldad y a la injusticia, vale la pena seguir viviendo.