En la presente ocasión nos interesaría reflexionar sobre un derecho y valor intrínseco fundamental, indiscutiblemente importante y globalmente despreciado de manera persistente y sistemática: la dignidad. Bien sabemos que en su raíz latina, “dignus” se refiere a la disposición humana de “ser merecedor de” algo que se considere comunitariamente indispensable y, comúnmente, se suele interpretar que se es digno cuando uno es respetado por los demás y aceptado cabalmente por sí mismo, lo cual deriva en la aseveración generalizada de pensar que existe dignidad cuando la totalidad de las personas somos tratados con la misma justicia, sin importar la ideología, el género, la religión, la afiliación política, la descendencia étnica, etc.
Hasta aquí, me imagino, estamos todos plenamente de acuerdo: se trata de un concepto que representa un ideal que merece la pena proteger. El problema filosófico surgirá cuando notemos que, a pesar de la precitada adherencia supuestamente indiscutida a la idea de dignidad, el común de los mortales, en la práxis ciudadana, no tiene la menor intención de respetar la coherencia básica entre lo que se dice y se hace al respecto de su pleno cumplimiento.
El gran Aristóteles (384 a.C-322 a.C) sostenía que todo hombre separado de su sociedad puede “ser considerado una bestia o un dios”. La autosuficiencia que demanda dicha soledad en la individualidad sólo es posible mediante una fuerza sobrenatural que lo permite o por el salvajismo propio del ser individual que lucha a codazos para sobrevivir en la hostilidad propia de un mundo que se le presenta disociado a sus intereses (y viceversa). Si bien en la totalidad de nuestras tan bien redactadas Constituciones Nacionales la dignidad hace gala de su importancia, podemos apreciar sin dificultad que en la cotidianidad los seres humanos nos comportamos, dentro de una sociedad, como salvajes individualistas, egocéntricos ambiciosos incapaces de comprometer el más mínimo de nuestros esfuerzos en pos de un bien común.
Lo precedentemente señalado nos lleva a pensar que coexiste el deseo de un respeto irrestricto a la persona y su identidad, al mismo tiempo con un ferviente egoísmo, propio de la ética de la consumación de una sociedad de consumo exacerbado que pretende que cada cual se salve por su cuenta o a costa de la renuncia de la plena dignidad. Entonces es pertinente que nos preguntemos ¿es posible hablar de dignidad individual si colectivamente nos comportamos como seres totalmente apáticos? ¿Es viable una moral que disocia lo individual y lo colectivo? ¿Se puede ser digno individualmente y totalmente abúlico socialmente, al mismo tiempo? Evidentemente, se trata de un movimiento dialéctico que requiere de un compromiso social real, cotidiano (habitual) en el cual la pretensión de respeto hacia uno mismo debería ir acompañada de una serie de acciones que pretendan resguardar también el respeto al otro.
Dicha bestia depredadora de la que nos hablaba Aristóteles es aquella que en sus pretensiones estrictamente individualistas espera ser merecedor de todo al tiempo de no ceder absolutamente nada a nadie, ¿les suena conocido? Para evitar convertirnos en lo que Hobbes denominaba “lobo del hombre”, es crucial que podamos pensar críticamente nuestra dignidad en el marco de una comunidad organizada. Y ello lo podemos ilustrar simplemente en la descripción de una realidad totalmente injusta y patética que se nos hace presente en cualquier rincón del orbe: una persona que trabaja para vivir dignamente a duras penas puede mantenerse a sí mismo; una pareja con hijos que trabaja incesantemente para proveer a su familia las condiciones materiales y culturales necesarias para vivir dignamente son pobres. ¿No hay indignidad en la naturalización de una pobreza endémica innecesaria? ¿No se suponía que el trabajo le otorgaba dignidad al ser humano? ¿Dónde se encuentra dicha dignidad, si notamos una tendencia creciente que demuestra que difícilmente la fuerza laboral de los individuos le pueda aportar lo necesario para satisfacer sus necesidades básicas?
La perversión de la ética individualista imperante consiste justamente en justificar y naturalizar el discurso de un voluntarismo ficticio que nos vende la idea utópica consistente en pensar que “con esfuerzo, todo es posible”. Pues no, puesto que si bien el esfuerzo y la disciplina son fundamentales, al igual que la instrucción, la educación y la cultura, nuestro mundo actual nos demuestra, tras el sofisticado poder del escritorio (burocracia), que cada vez es más difícil vivir con autosuficiencia. Basta mirar tan sólo la generación de nuestros bisabuelos, abuelos y padres, muchos de los cuales no pisaron siquiera una baldosa de la Universidad, y aún así pudieron trabajar y proveernos valores, educación, techo, comida, cultura, salud, seguridad, etcétera. Sin dudas de trata de otro mundo, inexistente actualmente, pero que si alguna vez fue posible es porque el sentido de pertenencia a la comunidad era patente e indiscutido, lo cual garantizada de alguna manera un pacto social implícito en el cual la dignidad se resguardaba en esfuerzos mancomunados en pos de un bien común. No fue un sueño, sucedió, y el salvajismo propio de la moral posmo-consumista e individualista la desmontó y la convirtió en un recuerdo de antaño.
Ello fue posible mediante la transvaloración (subversión total de los valores) ha logrado efectivamente que naturalicemos, e incluso, romanticemos la indignidad humana en sus múltiples representaciones: nos conmueve el refugiado de guerra eslavo, nórdico y anglosajón, pero poco nos dura la conmoción de las barcazas ametralladas en las costas de Lampedusa, la devastación a nivel suelo de pueblos aledaños a Damasco o la entrega de poder al sadismo talibán en Kabul. Nos parte el alma la foto del desnutrido africano que nos trae amablemente la red social, pero nos importa bastante poco el hijo del vecino con un serio déficit alimenticio que abandonó su escolaridad para salir a trabajar. Como podemos apreciar, el esnobismo moral no soluciona absolutamente nada, sino más bien todo lo contrario, puesto que al normalizar actos sistemáticos de privación de la dignidad, promociona directamente a un régimen de vida totalmente injusto y malignamente banal que cuenta, paradójica y tristemente, con el beneplácito de la gran mayoría de los sujetos que incluso son damnificados por semejante atrocidad.
La búsqueda de la dignidad individual y social es una premisa urgente, que debería estar en la primera instancia de prioridad no sólo para los Estados democráticos y la completitud de sus instituciones, sino principalmente en el seno de nuestro pensamiento y acción cotidianos en tanto que somos, aunque lo ignoremos completamente, responsables y garantes del cumplimiento del respeto a la dignidad que decimos merecer.