Llevo días contemplando el sonido de una gata que se le ha hecho costumbre estar en mi acera, noche tras noche maúlla y ese eco es lo último que percibo antes de dormir. Mi alcoba queda justo en frente de mi portón, en más de una ocasión, aquella gata blanca me asusta, brinca el tejado y me contempla, parece que le gusta velar mi sueño.
Salgo al trabajo y la felina sigue ahí viéndome directo a los ojos, nunca agacha la mirada, nunca se espanta, solo me mira, observa mi caminar y se echa de nuevo en la calle. Cuando llego de trabajar hace lo mismo, no se acerca, analiza mis movimientos y eso es todo, espera a que la luna asome su belleza para situarse por delante de mi ventana.
La soledad me alcanzó, curiosamente desde que llegó la gata, pienso que estoy acompañado de una fémina hermosa, poco convencional y quizá hasta mal agradecida.
Le agarré cariño, ya tiene un tazón con agua y comida para que no quiera irse de mi lado, intento hablar con ella, al aparecer no me entiende, van varias veces que le ofrezco una estadía permanente en mi hogar, me da la espalda cada vez que de lo recuerdo, quiere su libertad y es que así debe de ser. Pienso en cuantos vecinos no le dan de comer, cuantos se preocupan por ella y aun así, regresa.
Regresa en cada anochecer, no me cuenta nada de su día, nunca sé que hizo mientras el sol alumbraba, es de pocas maulladas. Cuando algo le molesta, mueve su cara ligeramente a la izquierda, cuando no entiende, mueve su rostro a la derecha. Ella no se da cuenta, pero ya la estoy entendiendo.
Muchas veces le susurré que se escapara –Eres libre pequeña.- Le comentaba en cada noche triste, respondía con uno o dos maullidos –No me quiero ir, soy libre y a pesar de eso, noche tras noche, me decido por ti.- Es lo que imagino que sus maúllos me confirman.