Miguel de Unamuno
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En la presente ocasión intentaremos abordar un asunto filosófico atemporal, pero que nos interpela justamente en lo más propio de nuestro ser, nuestra finitud. Bien sabemos que somos el único ser que se pregunta por su ser y que nuestra existencia está marcada por una infinidad de posibilidades de existencia, más sólo una única posibilidad es, a su vez, la que puede aniquilar todas las demás, a saber, la muerte. Ante este acontecimiento, el más fáctico y concreto, pensamos el transcurrir de la vida, nuestra vida. Pero hoy sólo nos centraremos en la percepción que tenemos de nuestro propio acontecer vital.

En un fragmento de la adaptación cinematográfica (2007) de la novela “El día que Nietzsche lloró” (Irvin D. Yalom; 1992) el personaje Nietzsche le regala al trastornado Dr. Bauer un pensamiento: “¿Qué sucedería si un demonio te dijera que esta vida, como la vives ahora, como la viviste en el pasado, deberías vivirla otra vez e incontables cantidad de veces más? No obtendrías nada nuevo: cada dolor, cada alegría, cada detalle o cosa importante, ser repetiría en tu vida. La misma sucesión, la misma secuencia, una y otra vez, como el reloj de arena del tiempo. Imagina la infinitud. Considera la posibilidad de que cada acción que elijas, la elijes para toda la eternidad. Entonces toda la vida sin vivir quedaría dentro tuyo, sin vivir, para siempre”. Por supuesto que el pensamiento ofrecido por el filósofo a Joseph Bauer le resultó extremadamente espantoso. ¿Por qué?

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Básicamente porque la propuesta del eterno retorno de lo mismo apela a un vitalismo que abraza la vida como indica la locución latina “amor fati” (amor al destino; amor a la tierra), que no es más que una aceptación rotunda de la existencia fáctica con todo lo que ella acarrea: felicidad, dolor, decepción, enfermedad, privación, salud, tristeza, duelo, etc. En palabras del mismo Nietzsche: “mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre se reduce al deseo de que nada sea distinto respecto a lo que es o ha sido; ni en el pasado, ni en el futuro ni en la eternidad. No solo hablo de soportar lo necesario, sino de no disimularlo o incluso de amarlo con creces” ¿Resulta factible comprender la idea de aceptación de mi existencia tal como se ha ido dando y como yo la he ido realizando? ¿Aceptarías vivir esta vida una y mil veces más? Pues ahí radica el meollo de la reflexión ofrecida: de amar la vida, de tener ese sentimiento de aceptación de la misma y de contar con la fortaleza de asumirla como tal, pues no deberías tener problema alguno en asumir la posibilidad de vivirla repetidamente de manera indefinida. Arduo ¿no?

Respecto a la precitada cuestión de la asunción de la vida, Miguel de Unamuno, en su monumental obra “Del sentimiento trágico de la vida”, nos dirá que debemos pensar en la existencia del hombre de carne y hueso, no la abstracción filosófica y despersonalizada que etiqueta al humano existente como animal político o racional, sino aquel ser que, sabiendo que va a morir, quiere persistir en su ser (idea adoptada del conato de Spinoza): “[…] es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y que este nuestro anhelo de nunca morirnos es nuestra esencia actual[…]”. En estos dos sencillos términos, a saber, sobrevivir y buscar ser inmortal, Unamuno condensa un atisbo de definición de nuestra esencia. Pero va más allá, puesto que no debemos confundir permanecer y ser por siempre. Miguel, de manera similar a Nietzsche, también nos interpela a que abracemos nuestra propia existencia con noble aceptación de lo propiamente vital: “[…] más y cada vez más; quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada![…]”.

Y vamos más allá todavía. No conforme con la posibilidad de la muerte, el hombre concreto que nos presenta Don Miguel no quiere jamás dejar de ser él mismo. Morir para pasar a ser otra cosa, lejos de ser suficiente o reconfortante, es más bien motivo de pavura: «No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.». La reflexión seguirá girando en torno a la dignidad que conferimos a nuestra propia existencia en cuanto que aún pudiendo vivir en condiciones que consideremos no óptimas, podamos tener el valor que aceptarnos y encarar nuestra vida con esta guía: haga lo que haga, me suceda lo que me suceda, ésta es mi vida y así estoy dispuesto no sólo a transcurrirla, sino también a desear que así sea, para mí, por siempre. Repetimos la interpelación: difícil, ¿no?

Semejante dilucidación no depende del orgullo o de la épica con la cual los insensatos bravucones típicamente pedantes se autoperciben, sino más bien de la decisión sobria de existir sin el resentimiento constante que produce la sensación frustrante y persistente de haber querido ser o hacer otra cosa que no somos. En este sentido la filosofía no es un tipo de saber abstracto y teórico, se torna un modo de vida práctico y vital, cotidiano y pretendidamente eterno. A la manera como el estoicismo nos ha propuesto literalmente una forma de vida que esquive las pasiones negativas, el existencialismo vitalista de Nietzsche y Unamuno nos invita pensar en una eternidad (en un caso, imaginaria, en otro, pretendida) que se gesta en un presente fáctico y escurridizo en el cual no debe dase espacio alguno al resentimiento y las lamentaciones que tornan “lo que fui ayer allí, lo que soy aquí y ahora” en un insufrible y permanente “lo que no fui ayer, lo que no estoy pudiendo ser hoy, y lo que jamás seré luego”.

El tormento de Bauer al darse cuenta que su vida es voluntariamente miserable y que podría serlo así por siempre, reveló su camino hacia la felicidad: mientras estés vivo, realmente vivo, estás a tiempo de dejar de ser eso que jamás quisiste ser. Mientras vivas a la manera de la aceptación de tu existencia (no hay que confundir esto con conformismo en absoluto), no hay razón para no querer vivirla, así, sin lamentaciones limitantes, por siempre.

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